Memorias De Adriano by Marguerite Yourcenar

Memorias De Adriano by Marguerite Yourcenar

Author:Marguerite Yourcenar
Format: mobi
Published: 2010-11-30T19:12:55.620000+00:00


La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba, dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. Mi joven pastor se convertía en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales, los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a desempeñar el difícil papel del amigo. En Roma, las intrigas se habían anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores advertían.

Ofrezco aquí a los moralistas una fácil oportunidad de triunfar sobre mí. Mis censores se aprestan a mostrar en mi desgracia las consecuencias de un extravío, el resultado de un exceso; tanto más difícil me es contradecirlos cuanto que apenas veo en qué consiste el extravío y dónde se sitúa el exceso. Me esfuerzo por reducir mi crimen, si lo hubo, a sus justas proporciones; me digo que el suicidio no es infrecuente, y nada raro morir a los veinte años. Sólo para mí la muerte de Antínoo es un problema y una catástrofe. Puede que ese desastre haya sido inseparable de un exceso de júbilo, un colmo de experiencia, de los que no habría consentido en privarme ni privar a mi compañero de peligro. Aun mis remordimientos se han convertido poco a poco en una amarga forma de posesión, una manera de asegurarme de que fui hasta el fin el triste amo de su destino. Pero no ignoro que hay que tener en cuenta las decisiones de ese bello extranjero que sigue siendo, a pesar de todo, cada ser que amamos. Al hacer recaer toda la falta sobre mí, reduzco su joven figura a las proporciones de una estatuilla de cera que, luego de plasmada, hubiera aplastado entre mis dedos. No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su partida; debo dejar a ese niño el mérito de su propia muerte.

De más está decir que no incrimino la preferencia sensual, nada importante, que determinaba mi elección en el amor.



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